Como experimentados viajeros intercontinentales que somos, poco después del despegue del avión en Munich ya habíamos trazado nuestro plan cuidadosamente para los primeros días. Lo primero, no dormir durante el vuelo, luego, no dormir durante el primer día, pero irse a la cama pronto para evitar el jet lag y poder despertarnos el lunes a las 6 de la mañana para poder ir a la embajada de Myanmar, donde hay un cupo limitado de visados y ya antes de que abran tiene una cola de más de una hora. En un viaje así, la disciplina es fundamental.
Por una cosa o por otra, llegamos a la embajada una hora y media tarde, no teníamos dinero para pagar los visados, y los formularios de inmigración nos los habíamos dejado rellenados en el hotel. En Alemania hubiésemos tenido que volver cabizbajos al hotel y haberlo intentado el día siguiente, pero no en Bangkok. Los tailandeses son la mar de apañados y tienen un olfato fino para esto del negocio, un tío listo tenía aparcado un coche delante de la puerta de la embajada donde se había montado un pequeño taller de fotoimpresión, con servicio de fotografía, una impresora y demás aparataje.
La embajada era para enmarcarla, tenía la dignidad de una churrería.
Allí, tras esperar una cola para la ventanilla 4 de más de una hora, nos dieron una cartulina roja que nos daba permiso para iniciar la espera en la cola 2. En los 10 metros de distancia que separaban la ventanilla 4 del final de la cola 2, Lucía consiguió perder la cartulina roja. A todo esto, jurando en arameo, yo ya me disponía a volver al final de la cola de la ventanilla 4 a esperar otra hora larga, pero Lucía, que para esto tiene bastante más morro que yo (y para lo demás también), consiguió hacer un regateo corto para colarse al frente otra vez. Así volvió ella la mar de ufana al cabo de 1 minuto. Realmente, si era capaz de eso, no sé cómo no realizó la maniobra desde el principio.
En la ventanilla 2 cambiamos nuestros inmaculados pasaportes y unos cuantos billetes por un papelito amarillo simila a un boleto de tómbola donde se nos decía que volviésemos al día siguiente a la siguiente ventanilla a recoger los pasaportes con los visados.
Lucía salió de allí la mar de contenta con ganas de comerse el mundo y descubrir Bangkok, pero yo seguía sin estar muy convencido de eso de dejar los pasaportes y el papelito amarillo no me inspiraba la menor confianza.
Luego fuimos al centro. Resulta que para moverse por Bangkok, lo más barato que había era coger el barco, así que allá fuimos. Ya eran casi la una y teníamos hambre, así que Lucía me dijo que había buscado una parada de barco donde estaba la pequeña India, donde íbamos a comer la mar de bueno y de barato.
Allí nos bajamos. Y de repente se empezaban a ver montones de puestos de flores, pero yo, por mucho que olfatease a ver si olía a curry, por allí no veía a ningún indio. Tras interrogatorio, Lucía me confesó que nos habíamos bajado realmente en el mercado de flores... ¡FLORES! Con esta me guardo yo unos cuantos puntos, y tendré que ver cómo me los cobro...
Por allí dando vueltas nos metimos sin querer en un mercado en el que estuvimos casi media hora y donde no vimos a ningún occidental. El mercado y la caminata por las vías del tren por debajo del tren aéreo fueron al final lo que más me gustaron de Bangkok. La señora de abajo está cortando kilos y kilos de gengibre.
Después fuimos andando hacia las pagodas.
Andábamos bastante tranquilos, porque por lo visto Tailandia es segura. En la Lonli, la guía de viaje que llevábamos, decía que como mucho te podían intentar estafar gente que te encontrase por la calle, que intentado inspirarte confianza, por ejemplo, diciendo que eran profesores, o que tenían familia en la ciudad que se iba a visitar después, te contaban que el monumento que ibas a visitar estaba cerrado y que lo mejor era hacer otro recorrido en el que te llevarían a tiendas de las que ellos se llevarían comisión.
En esto, a unos 100 metros del primer templo, se nos presentó un tailandés muy simpático, de unos 45 años, que era profesor según nos dijo del intituto del otro lado de la calle. Tras preguntar que de dónde éramos, nos dijo dos palabras en español y hablando, resultó por casualidad que precisamente él era fan del F.C. Barcelona, su equipo de fútbol favorito. Era profesor de lengua tailandesa y conocía muy bien la ciudad. Amablemente, nos comentó que justo la pagoda que íbamos a visitar cerraba en la pausa de la siesta y que abría otra vez a las 3 de la tarde. Nos preguntó si llevábamos un mapa y nos dibujó un recorrido alternativo para las siguientes 3 horas viendo un montón de budas y templos y un sitio donde precisamente esa semana daban cerveza gratis, una especie de feria de la exportación. Nos recomendó que para eso alquilásemos un tuk-tuk, una especie de vespino con una carroza detrás que sería lo mejor. Si nos decían que 50 bahts por las 3 horas, (1.2 €), nos estarían timando y tendríamos que decir que no, que sólo 40, porque eso era lo justo. A los 5 segundos, apareció de la nada, un tipo con un gorrito de estos triangulares, igualito que Fumanchú, pero en moreno, que era conductor de tuk-tuk. Lucía y yo estábamos boquiabiertos. Sin que ni Lucía ni yo dijésemos ni una palabra, Fumanchú nos preguntó que a dónde queríamos que nos llevase, el profesor se nos adelantó le plantó el mapa a 20 cm de la cara y le dijo solemnemente que queríamos hacer todo el recorrido que había marcado en el mapa, mientras meneaba en grandes círculos el boli con el que lo había pintarrajeado. A Fumanchú, le dio tiempo en una décima de segundo a estimar la distancia entre los 5 ó 6 puntos que había marcado, incluyendo el buda de pie más grande del mundo, el buda feliz más grande del mundo y la pagoda más alta del mundo, sin olvidar el sitio de la cerveza gratis, y contestó sin titubear, cágate lorito: "50 baht." "¿50? Nooooo.... que eso es mucho. A mis amigos no les engañes. 40 baht" "Vale, 40 baht". Ahí Fumanchú se rindió instantáneamente. El profesor se giró triunfante hacia nosotros, "Venga, ya está todo hecho, perfecto, suerte que estaba yo aquí". El tío debía esperar lágrimas de agradecimiento y todo. Ahí Lucía y yo nos recuperamos de la estupefacción, dimos un par tirones para que el profesor soltase nuestro mapa, "Bueno, nosotros casi preferimos dar un paseíto para bajar la comida, ¿eh?... venga... hasta otro rato... a seguir bien". Y así nos fuimos, dejando al profesor con Fumanchú mientras intentábamos que no se nos notase demasiado la risa...
El mapa garabateado lo conservamos de recuerdo en una carpeta.
Por cierto, el templo que estaba "cerrado", la mar de bonito.
En el mismo complejo de pagodas de Wat Pho estaba una escuela de masaje tailandés. A Lucía se le había antojado ir allí a que nos hicieran un masaje y ya se lo tenía apuntado. Realmente Bangkok está lleno de sitios en los que te hacen masajes también por menos de la mitad de precio, y siendo Lucía lo rata que es, no estoy muy seguro de por qué prefería ese. Ella dice que es que allí sería más profesional, pero entre nosotros, yo creo que es que había oído hablar de los masajes con "final feliz" típicos del Sudeste asiático y no se fiaba un pelo y quería tenerme controlado. Estuvo muy bien.
Después nos fuimos a cenar al barrio Khaosan, que tiene un poco estilo Mallorca. Muchos tenderetes y bares en la calle para occidentales. Está lleno de ambiente mochilero, la mayoría jóvenes, alguno/a que se cree que todavía lo es y algunas señoras de mediana edad que después de haberse divorciado vienen a ver si la meditación trascental es lo suyo.
A la hora de volver a casa, las opciones después eran taxi o tuk-tuk. Tuk-tuk seguro que es más divertido, pero cada viaje tragando el humo del tráfico te quita 2 días de vida, así que optamos por el taxi. Aquí, Lucía tomó la iniciativa y siguió una estrategia digna de Alejandro Magno. Al primer taxi que nos hizo señas para que nos subiésemos le dijo la dirección de nuestro hotel y le preguntó cuánto nos cobraría. "200 baht" (4.5 €). Lucía en interpretación ibre "Uff.. eso es mucho, ¡ahí te has subido a la parra!", "bueno, os lo dejo en 150 baht". "Nada, nada, déjalo, que con la fresca casi apetece más ir andando". Este primer taxi se alejó y vino el siguiente, en cuanto el taxista bajó la ventana, y sin darle a tiempo a decir una palabra, Lucía, le ladró directamente, "A la parada XXX, 100 baht". El taxista no se lo pensó ni un segundo y meneo la cabeza afirmativamente. El taxista se llamaba Yon, nos enseñó una foto de su señora, tenía un pequeño santuario dentro del taxi, también era fan del Barça, se ofreció a hacernos de guía el día siguiente, nos escribió su teléfono en un papelito y después de llegar a nuestra parada y sacar las cosas del maletero se despidió con un abrazo de nosotros.
Lucía se fijó al final en el taxímetro y ponía 69 baht, así que al Yon no le fue tan mal del todo y de pasó se entretuvo un poco con nosotros. Por supuesto nos cobró los 100 baht que habíamos acordado. Que una cosa es que fuéramos ya "amigos" y otra que el Yon fuese tonto.
Y así terminó nuestro segundo día en Bangkok.
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